La Luz en el fin del mundo (Insuficiente)

sábado, 6 de noviembre de 2010


No recuerdo cuando fue la última vez en que sentí la distancia de la vida, de las sensaciones tan lejanas, tan imposibles de tocar, de palpar, como hubiese delante de mí una pared que arremete a todo cuanto intente acercárseme y darme un poco de vitalidad.

Las cosas no tienen el mismo sabor que en épocas anteriores, la gente parece cada vez más extraña, distante, aprehensiva, sumida en sus gollerías, ensimismada en las minucias de su vida intrascendente y yo aquí, atado a la necesidad de sentir, de vivir para mantenerme como humano.

La muerte no me resulta interesante si esta se presente como un escape, como una salida al vacío dominante. Es mucho más exquisita, disfrutable cuando desciende majestuosa tras haberle dado el significado de tu predilección a la existencia. La muerte es parte del proceso de la vida, y como tal, no implica una respuesta, menos un fin, sino un estado, un período, una transición.


No recuerdo las palabras de aquellos que me dieron su consejo, pero si las reflexiones que sus palabras produjeron en mí, que me permitieron avanzar, que me incitaron a ser mejor que yo mismo con el pasar del tiempo, porque la idea no es ser mejor o igual a alguien, sino estar por encima de lo que uno fue el día de ayer. Esa es la verdadera autenticidad.

¿Qué le sucede a mi espíritu? ¿Por qué se decae y palidece de esa manera? ¿Cuál es el motivo del descontento?

Caer la noche, observar el crepúsculo triunfar sobre la pulcritud diurna era un maravilla, festejar la acometida de la negritud maldita de la noche, de la blasfemia eterna de su impureza, inundaban mi corazón de sobresaltos; el olor, el sabor, el sonido de la lluvia cual garrote de los cielos martillar la ciudad, la neblina avecinada descender opacando la visión, el horizonte, los colores, confundiendo los corazones, armonizando mis emociones; lo era todo. Hoy no. Hoy las montañas se extienden interminables bloqueando mi camino; hoy el exceso de luz ciega tanto que no me permite observar la claridad de las cosas; hoy mi inconstancia física es el flagelo de mi humanidad.

El elixir para muchos se encuentra en las abultaciones alcohólicas de un trago, de muchos, de tantos; para mí tales abultaciones son la comprobación del desdén que existe hacia todo lo consagrado a ser deseado. No puedo, no quiero sentirme un abultado, exudando licor sin razón mientras se emula esa sensación que soy un extraño en un lugar habitado por marranos.


Digno no soy, no lo fui y no lo quiero ser. Nunca sabré si mi ser es digno del amor o compañía de alguna mujer, lo cierto, y esto sin desmedro alguno, es que, la mayoría de las tipas que he conocido han sido mi prueba que nada me parece, que nada me llega a resultar lo suficientemente atractivo. Tan solo pensar, basta recordar, inquieta rememorarlas, la dulce promesa que parecían otorgar, las perspicacia de sus maneras y formas, lo fantabuloso que era imaginarme al lado de ellas, para que el desgano se abriera paso ante la incapacidad de generarme más, cuando aparentan tener mucho y resultan escasear de todo, cuando la bonita ensoñación se convierte en una vacía disimulación, cuando te dicen que si, y luego se arriman y ni siquiera pueden decir que no. Al final, su nuleza es la prueba de mi bajeza.

Y ahora, hoy, esta noche, este comienzo de la madrugada de noviembre del año más implacable de mi vida, es propicio decir que el sufrimiento, la pena, la tristeza, el sufrimiento, las caídas y malas pasadas son mucho más creativos y alentadores que sus hermosas versiones; que es la depresión no un aliciente sino una ventana cuando esta es debidamente canalizada, que el dolor puede transformarse en virtud cuando sirve para develar lo errado e incitar mi espíritu a no quedarse de lado, que mi desaparición será la correcta cuando los vientos me den la razón al quedar mi vida completa, hecha, lista para terminar.

Insuficiente sería pensar que hoy todo esté pro finalizar.


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